
Por Abel Castro Sablón
Te enteras de que la compañía Teatro Tuyo, de Las Tunas, está en la ciudad y se presentará con dos espectáculos titulados Charivari y Parque de sueños; decides asistir, porque nunca has podido ver su trabajo, aunque tienes tu escepticismo con el teatro clown. Piensas que tal vez sea algo infantil, aunque en las promociones diga “apto para todas las edades”. Par ti, apto para todas las edades significa “infantil”.
En la ciudad hace frío; una ventisca invernal recorre sus calles y parques, helando manos, narices, orejas de los transeúntes, ralentizando el ritmo de vida de esta urbe con ínfulas cosmopolitas de capital cultural. Pero en el interior del teatro el invierno parece magnificarse a la sazón del aire acondicionado.
Ocupas tu butaca, oteas en derredor y te parece que el teatro es majestuoso, más que de costumbre. Entonces te percatas de que, en efecto, el teatro se ha vuelto más grande, de hecho, ha duplicado su tamaño y el número de butacones; a tu lado, como al de todos los presentes, aparece un asiento vacío…
Te intriga el asunto, mientras, en el escenario, el director de Teatro Tuyo se disculpa porque la obra comenzará con un ligero retraso, debido a dificultades ajenas a su voluntad. En realidad no lo escuchas, sigues embelesado con la majestuosidad del teatro. Entonces te percatas de que estás a tu lado, sentado en la butaca que antes estaba vacía, mirando fijamente hacia el escenario.

En persona luces mucho más alto que en el espejo; estiras tu mano para tocarte, la duda te carcome. Dudas de si esto es una alucinación. Debe de serlo, piensas. Tal vez te estés volviendo loco; no has logrado dormir bien en varios días, tal vez semanas. Estirasla mano para tocar a tu alter ego y la percibes mucho más pequeña y delicada, como de niño. Devuelves la mirada a tu silla y te percatas de que tus pies no alcanzan el suelo y traes los mismos zapaticos que tu madre compró para tu quinto cumpleaños.
Esta vez regresas la mirada asustado hacia el tú del asiento contiguo, quien permanece con la mirada clavada en el tabloncillo donde grandes artistas se han parado a lo largo de más de ocho décadas. Tragas en seco, las manos te tiemblan y sabes que no es por el frío; esta vez eres un niño temeroso. En ese instante, suena una campana tres veces y las luces se apagan. Mueres de miedo.
La iluminación comienza a ir in crescendo y a su paso tu corazón se desboca, pero una mano enorme toma tu manita. Recorres con la vista toda la longitud del brazo ajeno que te sostiene; del otro lado, tu otro yo te mira inexpresivo, tal vez con la intención de transmitirte serenidad. En verdad la necesitas. En ese momento el yo le sonríe al tú y comienza a invadirte una extraña sensación de seguridad.
Las luces casi han terminado de encenderse y sobre el entablado empiezan a distinguirse cuatro siluetas, mientras una música un tanto triste acompaña todo el proceso. Paulatinamente, van apareciendo un farol, un banco, un recogedor y un latón de basura. También cuatro figuras humanas. Van vestidas con overoles grises, gorras protuberantes, zapatos enormes y una bola roja les cubre las narices. Esta vez, es yo quien mira y siente la mano del pequeño relajarse dentro de la tuya.
Las figuras en escena no tardan en sacar sus credenciales de payasos, haciendo piruetas, gesticulando exageradamente y realizando una escena que parece casi absurda, en la que todos luchan por abrir un paquete misterioso. Yo piensa que es un tanto ridícula la escena, pero tú comienza estallar en carcajadas con cada nueva acción. Las risas se van multiplicando por todo el teatro, cual enfermedad contagiosa. La tensión antes existente va desapareciendo poco a poco.
Finalmente, después de rodar de un lado al otro, el paquete en escena logra ser abierto y en su interior se descubre un pendón que reza: GRAN CIRCO DE LOS PAYASOS. Los cuatro personajes lo sostienen con cierto orgullo, henchidos y sonrientes. Yo no sabe si sonríen para el público o para sí mismos. Tú suelta la mano de yo y comienza a aplaudir, al compás de otros muchos centenares de manos. La luz se desvanece poco a poco…

Esta vez es yo quien no se siente cómodo, más bien se siente un tanto raro. Al hacerse la luz, yo percibe la escenografía de una carpa de circo; esta última palabra la adorna en todo lo alto y en mayúsculas: CIRCO. Una música animada e intensa se expande por cada rincón y, detrás de la supuesta carpa, empiezan a salir los payasos, cada uno con su pirueta personalizada, a manera de carta de presentación.
Ahora es tú quien mira sonriente las coloridas indumentarias, las contorsiones, saltos y vueltas de carnero; los gritos e interjecciones, porque los payasos no hablan, o casi no hablan, pero tú ríe a más no poder; el arte del clown radica en eso, provocar risa sin la necesidad de hablar. Ahí tenemos los grandes ejemplos de Marcel Marceau, Charles Chaplin, Buster Keaton, Stan Laurel y Oliver Hardy, por citar algunos.
En la obra, como se desarrolla en una carpa, obviamente se van sucediendo los números circenses y, tanto yo como tú, han ido descubriendo que el clown va más allá de vestirse como esperpentos y hacer cosas exageradas. En el número de magia, una de las payasas—porque yo se ha percatado de que todas son mujeres, aunque en ocasiones encarnen papeles masculinos—, intenta pasar un dado de un extremo al otro dentro de una caja con dos secciones.
Saca su varita “mágica” y con un toquecito “transporta” el dado de un extremo al otro. Tú ríe y aplaude maravillado. Yo lo mira, condescendiente con su inocencia; sabe que es un truco, que en algún momento de aquel tropezón o aquel estornudo, al agitar la caja, se abrió alguna compuerta y permitió el paso del dado “mágico”, o algo así. En algún lugar de sus amplias mangas, la payasita maga escondió el objeto, para hacerlo “desaparecer”, probablemente. En algunos casos, yo encuentra el acto previsible, pero luego mira a su lado y ve a tú con una risa de costa a costa y los ojos brillantes. No quiere romperle la ilusión, así que permanece en silencio.
En algún momento yo piensa: “pobrecito”. Luego sale a escena la equilibrista, quien sobre una mesa a un metro de altura coloca un rodillo y encima de este un tablón sobre el que se para y rueda de un lado al otro para mantener el balance. “No parece tan difícil”, piensa yo, un poco escéptico; “con un poco de entrenamiento se puede lograr”. Tú no para de sonreír, con los ojos cada vez más grandes y más brillantes.
Dos payasitas van retando a la equilibrista a realizar actos cada vez más arriesgados, en algunos casos da la impresión de cierto peligro o margen al error; en cierto momento, la equilibrista parece poder caer, el tablón se desliza de forma violenta sobre el rodillo y agita fuertemente todo su cuerpo, que se tambalea peligrosamente. Yo empuña todo su escepticismo y de manera un tanto pedante se dice en silencio “son profesionales, todo es parte del acto. Solo es un poco de drama, nada más”. Quisiera decírselo a tú, quien mira fijamente con mucha preocupación y temor. Tú piensa: “¿Y si cae?”.
Lo cierto es que la payasita equilibrista salta, se contorsiona y atraviesa por su cuerpo un aro, luego dos, con tres de estos hace malabares y, para cerrar, coloca tres banquillos sobre el tablón encima del rodillo; una caída desde allí se ve bastante perjudicial. Hasta yo se inquieta un poco, ya la acrobacia está pasando a otro nivel; el circo se está poniendo serio. Pero la artista se posa en todo ese andamiaje sin perder el balance y, al concluir, sus manos en el aire y una media reverencia indican un punto de partida para el estallido de aplausos y vítores. Tú es el que más aplaude y quien más fuerte lo hace.

El acto que le sigue es el domador de leones. Una payasita de baja estatura sostiene un látigo de juguete; en medio del escenario, hay una jaula vacía. Por uno de los extremos aparecen dos leones (de ambos sexos) con exageradas cabezotas de papier mâché que, ipso facto, arrancan carcajadas de la multitud. La domadora intenta que el león pase por un aro, pero se pega con el látigo en un pie y con hilarantes brincos sale de escena. Entonces es el propio león quien toma el látigo mientras la leona, que está embarazada, se sienta a tejer.
Con par de latigazos, la leona teje a ritmo vertiginoso y en par de segundos muestra un gorro y un abrigo que cuelga frente a sí. Lo absurdo de la escena provoca una risotada general, hasta yo cede ante tal imposible. El león sale y vuelve a entrar a escena con una pizarra donde está escrito con tiza: VENTA DE GARAJE. La carcajada se duplica y tú observa esta vez como yo se permite reír a mandíbula batiente. Tal vez esto sea el significado de “apto para todas las edades”.
Las actuaciones se van sucediendo a un ritmo muy dinámico, como en el circo. Salto sobre la cuerda, malabares con pelotas, bailes, acrobacias y contorsiones…payasadas. Los artistas ponen una gran parte y la imaginación el resto. El público está feliz, hasta el más escéptico. Casi por última vez, la luz comienza in decrescendo hasta que todo es penumbra.
Cuando retorna el brillo de las luminarias, despiertan las cuatro payasitas del inicio, con sus overoles grises, sus gorras protuberantes, zapatos enormes y una bola roja sobre sus narices. Lentamente, van desapareciendo del escenario, de una en una, llevándose consigo el banco, el recogedor y el latón de basura. La misma música triste acompaña la escena, hasta que la última payasita sopla el farol y cae el telón. Una extraña atmósfera se respira en la sala; un placer angustioso.
Yo y tú se miran fijamente. En el rostro de yo permanece una sonrisa indeleble, mientras que tú ha convertido el suyo en una cascada. Se abre el telón, las cuatro ARTISTAS caminan hacia el frente. El teatro comienza a hacerse más pequeño, los sillones ahora solo son la mitad; la gente también. Sin embargo, los aplausos se escuchan el doble en esta ocasión. Una multitud que permanece de pie exclama “¡Bravo!”, sin dejar de hacer un estallido sonoro con sus manos. Las ARTISTAS retiran sus narices falsas y sus gorras protuberantes. En sus caras se adivinan lágrimas contenidas por la emoción, la misma sensación de cuando un amigo muy querido tiene que partir.
En esta escena final yo y tú son el mismo, fundidos en un solo cuerpo; la sonrisa del hombre y el llanto del niño. Ambos aplauden al unísono en una sola forma física, con la felicidad en los labios y los ojos aguados, como diciendo “hasta pronto”. Esta noche, yo logra dormir plácidamente; tú le acompaña con dulces sueños.